"Quien se enfada por las críticas, reconoce que las tenía merecidas"

22 de octubre de 2009

La vida del Universitario

Sonó el despertador a las siete menos cuarto de la mañana.
Abrí el móvil y detuve aquella estúpida canción de La Oreja de Van Gogh (yo y mis maneras de despertarme) y miré el reloj del teléfono. Mientras leía 6:45, una punzada en mi ceja derecha me advertía de que hoy no debía salir de casa. Sé que farfullé algo para mí, para que mi compañera no me escuchara maldiciendo a nada ni nadie, que no se enterera de que, mientras ella habla sola mientras está dormida, yo lo hago cuando estoy despierta. Supongo que lo suyo cuenta como excusa al estar dormida y a mí me toca ser la loca.
Volviendo al tema principal, el taladro que alguien me estaba clavando en la ceja. He oído que es aconsejable dormir ocho horas para el buen funcionamiento del cerebro y para no quedarte dormido en un examen o cogiendo apuntes. Empiezo a creer que va a tener razón el consejo.
Pues bien, yo tenía clase a las ocho y media, y hasta las once y media, pero mi autobús salía de la residencia a las siete y cuarto (y aún así, mientras una persona normal en su coche y un conductor autobusero normal y corriente tardan media hora en llegar desde el Campo del betis a la Cartuja (el primero, situación de mi residencia, el segundo localización de la facultad) con el super conductor que tenemos nosotros, llegamos tarde y llegamos, a veces a las nueve), por eso debo ducharme, vestirme y desayunar antes de esa hora tan mona en la que aún es de noche, no cantan los pájaros, no existen las personas, pero sí los atascos.
Dejándonos de datos científicos, lo que realmente quiero confesar es que no he ido a clase. Porque mi ceja no me lo habría permitido, porque intenté levantarme pero un dolor de cabeza y un increíble mareo se pusieron de acuerdo para que casi me comiera el suelo, y porque no, punto.
Así que volví a cerrar los ojos y a olvidarme del mundo. Al despertarme, lo primero que hice fue mirar el reloj. Las ocho y media. Ya no hay vuelta atrás. Me encogí de hombros y me levanté, comprobando que mi compañera ya se había largado y que, posiblemente, mientras yo dormía, había encendido la luz del cuarto 20 veces como muy poco. Pero el tema de hoy no es mi compañera, de la que ya hablaremos más adelante. Bueno, si no quereis no. Total, sólo me lee uno, y única y exclusivamente si yo le comento primero en plan "Uy, qué interesante lo que has dicho... ¿sabes que acabo de actualizar mi blog?"
Como iba diciendo, me levanté, fui a desayunar y me puse a pasar apuntes. Al terminar, tuenteé, como haría un adolescente normal, miré mi fotolog, como haría un emo normal, y me metí en el blog para escribir, como haría un... no sé... ¿alguien que no sea Melkor?
La idea sobre la que iba a escribir la tenía bien clara desde el momento en que me levanté, pues se resume en una única frase que resuena en mi cabeza cada vez que recibo una buena noticia: "¡Ah, la vida del universitario!"
Llevo ya casi un mes yendo a la Facultad, y aún no sé si realmente soy universitaria. Claro que hay dos tipos de universitario, el de verdad y el de mentira, el teórico y el práctico, como para el carné de conducir.
Pues bien, hablaré primero del teórico (que, por si lo dudais, es el de mentira). El universitario teórico es el que todos los padres sueñan. Un chaval joven, apuesto (en verdad no tiene por qué, de hecho, normalmente es todo lo contrario, pero, ¿quién soy yo para juzgar el físico de una persona?), estudioso, con gafas, con sus libros, su carpetita, sus apuntes... Un muchacho que está siempre el primero en la clase, primera fila, asintiendo a todo lo que diga el profesor. Es el primero en ir a copistería a coger los apuntes, que se conecta todos los días a la plataforma virtual para ver si los profesores han colgado algo nuevo que él deba estudiar, imprimir o leerse veinte veces. El que un día será alguien.
Luego está, como es lógico, el universitario práctico, el de verdad de la buena. El que todos los padres creen que es uno de los teóricos y que ya se entererarán de que no cuando su hijo se marche misteriosamente a la biblioteca en septiembre. Es el típico que llega el primer día y todo le parece interesante, que el segundo día llega cinco minutos antes a la clase y coge sitio, que al tercer día toma apuntes, que al cuarto pasa los apuntes, que al quinto bosteza en clase, que al sexto está en la cafetería.
Esta especie de universitario es la más común de todas. Su léxico es rico en tecnicismos festivos, como botellón, barrilada o cogorza. Tiene una habilidad lingüística increíble, por no hablar de la capacidad para aguantar toda una noche, prometer empalmar con la clase, acostarse a las siete o las ocho de la mañana y no levantarse hasta que toque la siguiente fiesta.
Sorprendentemente, éste es el tipo de universitario que un día será alguien inexplicablemente mejor situado que un universitario teórico.
Señores, llevo un mes en la facultad y todo lo que observo es: la cafetería a rebosar, carteles de celebraciones de asambleas, quejas contra el artículo 27, y las clases vacías.
Eso sí, y con esto concluyo el post tan soso de hoy, con profesores como éste, ¿quién va a ir a clase?

Hasta aquí pescao vendío.

La próxima vez más, pero no mejor, porque es imposible.








Atte:

Niña Miedo.





PD: Sí, ése es mi profesor de Sociología.

1 de octubre de 2009

Resucitando

Costándome mucho el principio, y sin saber exactamente hacia dónde se van a dirigir mis dedos a la hora de teclear, vuelvo una vez más de entre los muertos, sintiéndome ya un poco como Cásper, y eso que él está muerto de verdad y a mí no hay quién me mate. El motivo de mi vuelta no es, ni más ni menos, recordaros a todos los mortales que me leeis (es decir, nadie, o, si acaso, los políticos y su espionaje)de que sigo aquí, en algún lugar del mundo.
Concretamente, he cambiado de domicilio, temporalmente, pues ha llegado esa hermosa etapa de la vida que comienza con cumplir los dieciocho años.
Debo decir a todas esas chicas soñadoras que creen que al cumplir la mayoría de edad, desde el mismo día, van a ser maduras y libres, que están cayendo en un fallo muy gordo. Queridas hamijas, cumplir los dieciocho no es para nada distinto de cumplir los diecisiete. Es más, yo sigo sintiéndome igual desde que cumplí los cuatro.
Como decía, mi cambio de domicilio no ha supuesto una diferencia grande ni una considerable distancia de la dictadura de mi padre, pues me he trasladado a Sevilla, cuando mi casa está en Huelva. Para el que no sepa de geografía (estos políticos espías de hoy...), os diré que están la una de la otra a, más o menos, una hora. A veces incluso menos.
A parte de este pequeño cambio, ha comenzado mi vida universitaria. De momento, sólo conozco la parte de las novatadas y de las clases, lo que suponen, para la mayoría, un único 20% de este tipo de vida. Lo cierto es que no tengo la menor intención de experimentar las cogorzas correspondientes al otro tanto por ciento.
Para los que estén un poco perdidos, os aclaro que la carrera elegida es Periodismo. Si durante un año oigo decir que me quedaré en el paro y cuando llego se escucha gritar a un chico de cuarto "No os metais en Periodismo", creo que dejo bien claro cómo se presenta mi futuro.
Ya bueno, puede que no sea del todo así, cada uno de nosotros cuenta con una parte romántica y soñadora en su interior, esa parte del cerebro que no escucha a la otra que le dice "joder, estudia algo con futuro, estudia para narcotraficante". Un crudo ejemplo, ciertamente, pero he de decir que ese oficio está bien pagado y, aunque cuenta con grandes riesgos, éstos sólo se dan cuando la justicia decide funcionar. Como todos sabemos, es sólo un cuarto de las veces.

Bueno... a partir de ahora escribiré más a menudo (creo).

¿Veis? Ya he llegado al punto en el que no sé qué decir, así que me voy a limitar a escribir lo que mi novio me ha aconsejado:

Me va bien, que os den


He dicho.